por convertirse en ejemplo mundial del buen hacer urbanístico. Y no se trata
por cierto de una mera cuestión de eficiencia o de calidad estética sino de la
puesta en acción de lo que ahora algunos llaman “urbanismo social”, es decir,
de intervenciones urbanísticas capaces de apoyar y a veces incluso activar
dinámicas de transformación social dirigidas a reducir la pobreza y superar las
desigualdades y la exclusión.
Pero los logros alcanzados por Curitiba están lejos de ser milagrosos:
ellos tienen su origen en el Plan Director de Urbanismo aprobado en 1966,
hace ya 42 años, en tiempos en que la moda era descreer de la planificación,
considerar (al menos en América Latina) que las ciudades eran un obstáculo al
desarrollo y que la de los urbanistas era una ocupación frívola, interesada en
asuntos marginales ajenos a los temas cruciales de atraer a los grandes inversionistas o, en la orilla opuesta, de impulsar la revolución y romper las ominosas relaciones de dependencia con los “países centrales”.
Paciente y discretamente los planificadores y las autoridades curitibanas, recorriendo el difícil camino del ensayo y el error, se dedicaron al ingente esfuerzo de ir ajustando e implantando su plan. Ahora, desde hace algunos años, pueden mostrar al mundo una ciudad que funciona con eficiencia, que ha encontrado un modo más que razonable de convivir con el medio natural, que ahorra a sus habitantes gran parte del malestar y las incomodidades que suelen acosar a los pobladores de las ciudades de los países pobres, que ha reducido las desigualdades y amortiguado la exclusión. Que es asumida como modelo también en las naciones más ricas.
Pero ellos saben que esa tarea nunca concluye: que el oficio de construir
ciudades se parece a la condena de Sísifo, que cada vez que alcanza una meta
debe recomenzar porque siempre aparecen nuevos problemas y nuevas expectativas.
Quienes vienen detrás tienen algunas ventajas porque pueden
aprender de los pioneros, porque no tienen que cometer los mismos errores, porque los caminos para alcanzar soluciones acertadas son más expeditos
cuando nos apoyamos en la experiencia de quienes nos precedieron.
Pero como cada ciudad es un mundo, son imposibles las transferencias simples: siempre habrá que adaptar, siempre habrá que innovar. Y siempre es posible errar. Entre nosotros, después de casi diez años de “revolución”, hay quien,
tarde, descubre el “milagro” de Curitiba, pero también de Medellín o Lima.
Suponiendo la buena voluntad, hay que sospechar falta de criterio: esas experiencias no son tanto una suma de buenos planes, lo que no es difícil cuando se dispone de profesionales competentes, sino sobre todo la consecuencia de esfuerzos complejos, pacientes, de fondo: construir una visión compartida de ciudad, consolidar los cimientos de su autonomía frente al gobierno central, romper con el parasitismo petrolero, desarrollar su autonomía financiera. Lejos de
ese arcaica superchería que algunos llaman “relaciones de producción socialistas”.
Marcos Negrón
TAL CUAL
11/03/2008
TAL CUAL
11/03/2008